Desde que falleció mi padre, hace cuatro meses, no ha pasado un solo día sin que piense en él. Para mi asombro, esos pensamientos no están empañados por la pena o por el dolor. No he sentido una sensación asfixiante de orfandad, ni me pregunto mohíno si fui un hijo bueno o malo. No me planteo cuál de los dos tenía razón cuando discutíamos, ni hago recuento de los errores que cometí –digamos que muchos– y que él tuvo que reparar. No pienso en los dolores que tuvo en las últimas semanas en el sanatorio, ni en que me preguntara una y otra vez quién era yo. No pienso en que, aun siendo un apasionado del fútbol, acabara por olvidar quiénes eran Messi y Cristiano. Tampoco pienso en los objetos invisibles que trataba de coger con sus manos temblorosas cuando estaba confinado en una silla de ruedas.
